Os puedo prometer, y les ruego que me crean, que me había
propuesto a mí mismo no escribir sobre Cataluña. Y estaba decidido a hacerlo.
De hecho, hasta había abandonado este rincón de +Jerez en el que iba visitando
periodísticamente algunos lugares que merecían la pena visitar en esta tierra
nuestra. Y a lo mejor era el hartazgo, la sensación de tapadera a otras cosas
más importantes que nos afectan, la cara de tonto que se me pone cuando me
marean, o quizás el miedo. Era consciente de que dijera lo que dijese o
escribiera lo que escribiese u opinara lo que opinase, las tortas me caerían a
chaparrones. O era la sensación de
barullo confuso que ya me tenía hasta el moño cada vez que delante del
televisor escuchaba a un político, fuese de donde fuese y ya estuviese situado
en un extremo o en otro. Posiblemente era la constatación de que si decía que
aquí parece que no hemos salido de la edad de piedra, la gente se rasgaría las
vestiduras –todos- con tal de no admitir que ni unos ni otros somos capaces de
ponderar los juicios, manejar las palabras con acierto, e intentar entendernos.
Y los gobernantes echando leña al fuego, de una parte y de otra, no hacían más
que acrecentar el incendio. Y al final ya no sabías qué pensaba realmente la
gente.
Porque razonar en este río revuelto es harto difícil y yo
tengo la manía de querer comprender las cosas desde su fondo y hacer la prueba
del 9 para que las cuentas me salgan ajustadas. No había conversación con los
amigos o los colegas en la que no saliera el tema catalán. Resultaba del todo
inevitable, como lo era que las posiciones se encontraran y chocaran. No había
manera de superar los prejuicios, de razonar con cierto grado de objetividad y
de alejarse de la agresión verbal y volver sin remedio al punto muerto, pero
mucho más cabreado que cuando empezamos a hablar. Y la razón y el
entendimiento, y toda suerte de capacidad de escucha o de análisis ponderado se
iba a por uvas. Así que al final la madeja se enredaba hasta el extremo.
Y lo peor de todo es que cuando dos trenes chocan, los
destrozos son incalculables para ambas partes. Y así sucedía con mis amigos,
cuando en presencia de este convidado de piedra, que era yo, se tiraban los
trastos a la cabeza. Y sin desplazarme a Cataluña, entendía perfectamente que
las cosas fueran como son. “Somos una democracia madura”, decía un tal el otro
día en la tele. Hombre, tenemos avíos para serlo: Constitución –que, por
cierto, no son las tablas de Moisés-, estatutos de autonomía, poder judicial,
parlamento, pero me temo que nadie nos ha enseñado a hablar entre nosotros y a
escucharnos y, mucho menos, a entendernos.
La conversación acaba como el rosario de la aurora. Vuelvo a
casa triste y agotado y sin querer andar este camino embarrado, sin nadie que
quiera buscar una vía posible, me topo dándole la razón al matemático y físico británico Isaac
Newton, que así se expresó hace casi 400 años: «Los hombres construimos
demasiados muros y no suficientes puentes».