Arcos es una perla engarzada sobre la imponente
peña que permite a la ciudad asomarse sobre el río Guadalete que transcurre a
sus pies. El poeta Antonio Hernández, la define como “reina blanca de la
Sierra”. La ruta de los pueblos blancos que salpican de cal y luz la sierra
gaditana, se inicia en esta hermosa localidad, que fue importante enclave
musulmán, y a la que en el siglo XIV describió Al-Himyarî, cuando ésta había
sido ya conquistada para la corona de Castilla por Alfonso X el Sabio:
“Fortaleza sobre el Guadalete. Es una ciudad que data de la antigüedad; ha sido
destruida varias veces, después repoblada. Su territorio encierra numerosos
olivos”. La misma descripción nos serviría hoy día. Y así la puede contemplar
el viajero que se acerca a ella por carretera. Impresiona la mole de la Peña
Vieja como allí la llaman, destacando vigilante sobre toda la comarca. “Comarca
rica en víveres –escribió Ibn Sa’îd, allá por el siglo XIII- cuyo enclave más
adornado es la fortaleza de Arcos. En ella se levantó en armas el hijo de
al-Mu’tamid b. Abbâd, dando a probar un sinsabor a Sevilla hasta que murió
asaeteado”. Su fortaleza, el Castillo Ducal de Arcos, que domina la altura,
monta guardia entre dos imponentes
edificios que se retan, la Iglesia de Santa María y la de San Pedro, hermanas
rivales desde antaño y de las que el viajero neutral no sabrá decir cuál es más
bella, la una o la otra. Y conste que le contarán aquello de que había tal
rivalidad entre las dos feligresías que los de San Pedro, con tal de no nombrar
a Santa María, al rezar decían “San Pedro, Madre de Dios, ruega por
nosotros...”. Fachadas extraordinarias ambas. Hermosas torres y una riqueza
interior digna de ser contemplada. En la de Santa María, aún podemos ver
algunos pequeños restos de lo que fuera mihrab de su mezquita mayor. En la de
San Pedro contemplaremos, entre muchas otras joyas el que es acaso el retablo
mayor más antiguo de la provincia de Cádiz.
Pero,
Arcos hay que saborearlo en sus calles. Calle arriba, calle abajo, contemplando
las nobiliarias fachadas de muchas de sus casas y con la mirada embebida en la
reverberante luz de sus paredes blanqueadas de cal. Culminaremos la caminata en
ese balcón que se abre en la Plaza del Cabildo, donde la piedra del Castillo
Ducal se funde con el blanco de la cal a los pies de la torre de Santa María,
con sus trece campanas. Pero, sobre todo, disfrutemos del paseo contemplando
sus arcos, sus muchos arcos, que dividen el cielo en parcelas azules.
Y
no nos cansemos de admirar rincones hermosos, pues “Arcos de la Frontera –como
escribiría Gerardo Diego- es ese pueblo maravilloso en donde o hay que ser
poeta o que volverse loco de cal iluminada y de delirio de barranco y sueño”. Y
para reparar fuerzas -¡cuestas las hay para abrir el apetito!- no falta una
estupenda gastronomía. Abundan establecimientos donde saborear los platos
típicos, con una cocina excelente.
Y, como en Arcos, a decir de Gerardo Diego, o
hay que ser poeta o volverse loco, permítanme ustedes el atrevimiento de cerrar
con unos versos de Gloria Fuerte: “Arcos de la Frontera / el pueblo arriba, /
el río abajo, - en peña vieja, / nuevo lagarto -. / El perro azul de su río /
echado a los pies del amo; / y en la iglesia huele a uva / y el olivo huele a
nardo. / De la frontera del sol / son tus invisibles arcos”.