En las últimas semanas los acontecimientos se están sucediendo a un ritmo
y cadencia que no deja mucho lugar para evitar lo inevitable. Los tribunales
están emitiendo sentencias que nunca deberían haberse producido. Se están
creando los primeros mártires de la independencia con la inhabilitación de los
políticos catalanes, que a pesar de echar las culpas a los voluntarios, ahora
se consideran responsables de todas las acusaciones. Se aprueban unos
presupuestos de Cataluña que ya contemplan una partida para el referéndum de
independencia, y el Parlament, vía votación express, espera sacar adelante una
declaración de independencia fuera de toda lógica y de todos los requisitos de
legalidad que un hecho de estas características debería tener para poder
considerarlo democrático.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Esta es una pregunta a la que es difícil
de responder.
Tenemos un gobierno cuyo presidente ha hecho de la inacción bandera, de
la falta de diálogo un arma, y de la inmovilidad una forma de ser. Este hombre,
cuyo sueño dorado sería convertirse en estatua de mármol, no porque se la hagan
a posteriori, sino ahora, para no tener que tomar decisiones, ha recurrido a
una estrategia absolutamente kafkiana. Para no tener que dialogar con los
políticos catalanes ha decidido judicializar la política. El propio presidente
del Tribunal Constitucional hace unos días decía que el problema catalán no es
de su incumbencia, sino que es una cuestión política, que han de resolver los
políticos.
Es un hecho cierto, constatado, que el número de independentistas se ha
multiplicado en los últimos cinco años, bajo el gobierno del partido
conservador. Incluso, muchos políticos catalanes, como el señor Mas, que no
contemplaban la independencia, ahora son sus máximos adalides y mártires, si
bien es verdad que hay otros asuntos por los que le conviene, por ejemplo el
famoso tres por ciento. Se dice en Cataluña que el gran impulsor de la
independencia ha sido el propio presidente Rajoy por su falta de diálogo. Y los
políticos catalanes se aprovechan de la situación enrocándose sobre sí mismos.
La falta de diálogo les beneficia.
No quiero echarle toda la culpa al partido conservador, ahora en el
gobierno. El partido que en algún momento fue socialista, ha dado un giro
copernicano a sus postulados, hasta el punto de hacer caer a un secretario
general elegido democráticamente, para que no pudiera pactar con los
independentistas catalanes. Recuerdo, y no soy tan viejo, cuando en los
primeros años de la democracia, a los políticos de todo signo político,
incluido el conservador Alianza Popular, se les llenaba la boca hablando de que
España es una nación de naciones, lo cual hoy parece estar absolutamente
proscrito del lenguaje político.
Me gustaría creer que no se trata de un problema de incultura, de no
saber distinguir entre el concepto de nación y de estado. El sentirse miembro
de una nación es algo que el estado no puede prohibir. Es un sentimiento en
base a una cultura, una lengua, unos usos y costumbres, y por supuesto, una
historia. Poco tiene en común la historia de Cataluña con la de Castilla. Hay
que recordar que la supuesta unión de los Reyes Católicos nunca tuvo lugar. Que
incluso dentro de Castilla permanecían los diferentes reinos, como el de
Galicia, o León. Que a un aragonés se le tenía prohibido el viajar a América,
por considerarlo un extranjero, o que el propio Fernando el Católico, hubo de
volver a sus reinos de Aragón, una vez fallecida su esposa Isabel. Pero esto es
historia, que espero que conozcan los diferentes partidos. Sólo se unifica con
Castilla, tras la Guerra de Sucesión, cuando las naciones aragonesas son
anexionadas a las castellanas por los Decretos de Nueva Planta, por haber
apoyado al Archiduque Carlos.
No es difícil de arreglar. Sólo hay que reconocer una singularidad, una
diferencia, y encajarla en un Estado federal, en el que tengan cabida las
diferentes naciones, que ya es de hecho, pero que parece que da miedo
pronunciar estas palabras. La diversidad no es sinónimo de falta de unidad.
Todo lo contrario, nos hace más grandes, y sobre todo más tolerantes. Falta
diálogo, por ambas partes, y falta voluntad de arreglar una situación que no
beneficia a nadie. Pero, tal vez, lo único que falten sean políticos.