Estaba
embarrancado en el tabanco, frenado allí más tiempo del previsto por la lluvia.
La tarde se había vuelto revoltosa y, como dicen aquí, “caían chuzos de punta”;
llovía con insistencia y poner un pie en la calle era poco menos que un acto de
heroísmo, con el que mi destemplado cuerpo no estaba dispuesto a colaborar. Me
tocaba esperar. Tarde o temprano tenía que escampar y darme el intervalo
suficiente para alcanzar mi casa. Todo el día había sido un ir y venir de
lluvias y ahora tocaba tregua, así que no cabía sino armarse de paciencia y
tomarse otra copa de amontillado para matar el tiempo y leer un poco –pues el
dueño del tabanco estaba poco hablador y aún no era hora para que llegaran
otros – ; tenía sobre la mesa un fajo de periódicos y otras publicaciones, que
el domingo pasado fue generoso en papel impreso.
La
gente calentaba motores para la Semana Santa, en Cádiz, entre chirigotas y
chirigotas, se preparaban para la celebración de la conmemoración del traslado
de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz, los transeúntes paseaban el
hartazgo político pasando de tanto Congreso de partidos, de guerras intestinas
y chiripitiflauticas retóricas; mientras tanto los de la Gurtel se preparaban
para entrar en la cárcel y cada día nos desayunábamos con un nuevo robo o fraude institucional perpetrado supuestamente por políticos de alto
rango, que nos engañaban como chinos sin el menor pudor. Y volvía a subir la
factura de las eléctricas, el gobierno disimulaba y le echaba la culpa al
lucero del alba por no reconocer que de impuestos llevaba la factura más que de
consumo. En fin, el batiburrillo del presente cansino que nos tiene hasta el
moño.
Y
entre col y col, nos distraíamos –para variar – hablando de los catalanes, de
las barbaridades de Trump, y así no entrábamos al trapo de lo que nos acucia directamente
a nosotros y de cómo nos gestionamos nuestra vida diaria cada vez más ahogada.
En
esa estaba, leyendo a ratos –en espera de que el diluvio se aliviase– y mirando
de soslayo hacia la calle para ver sin escampaba. Iba y venía a las páginas
impresas. Levanto los ojos y veo a Diego hablando con el dueño del tabanco que
le sirve una copa de oloroso en el mostrador. ¿De qué estarían hablando? ¿Y de
qué hablarían si tuvieran el
atrevimiento de ponerse a leer. Aún recuerdo el cabreo de hace pocos meses. Lo
presencié desde esta misma mesa. El dueño del tabanco de testigo, y Diego y
Ernesto echando un pulso dialéctico en el mostrador. Ernesto es la antítesis
misma de este Diego que de escribir escribiría «Elogio de la ignorancia». “A ti
lo que te pasa, Ernesto –le decía a su oponente, y ahí fue donde pegué yo la
oreja para escucharlos–, es que has estudiado demasiado. ¿Sabes lo que decía mi
madre? Que estudiar sólo servía para dar dolor de cabeza”. Rotundo y esperpéntico.
Podría haber disimulado mejor su ignorancia sin mentar a su madre. Hablaban de
política, que en su carguito anda el tal Diego, sacándole partido a su “despropósito”
a cuenta del erario.
Pero
lo que más me dejó atado al cotilleo de escuchar desde lejos, fue la respuesta
que le dio Ernesto –colega en tantas cosas y erudito con el que gusto hablar-;
“pues buen favor le estas haciendo a tus hijas. ¡Mira que mandarlas a estudiar
para que tengan una cefalea crónica que no les quite nadie”. Diego esbozó una
sonrisa, que cortó en cuanto comprendió la frase y se fue del tabanco
refunfuñando.
Con
mimbres como éstos, y maniobrando en la vida pública, mal futuro tenemos, y
pobre cesta la que saldrá de aquí. Menos mal que el resto de los andaluces
andamos convencidos de que competir es formarse, crecer en sabiduría y estudio,
prepararse, subir el listón de nuestras especialidades, y poco a poco ir
desterrando de nuestro entorno a estos energúmenos que contaminan nuestro feliz
andar hacia el progreso. Y que no den ejemplo, que todo lo malo se pega. Que
esta vela andaluza la tiene que mantener nuestro palo, el nuestro. Navegar, con
cabeza, a vela –como lo hacen los buenos marinos– o por las rutas que nos
devolverán con creces libertad, dignidad, progreso y buen hacer. De los otros,
afortunadamente, de los de Ernesto, hay cada vez más navegantes en estos mares
nuestros andaluces. Son el presente y el futuro, los otros son los restos
fosilizados del pasado.