Transcurridos unos días después de la fiesta de los Reyes Magos, la
última de las navidades, y tratando de reponernos lentamente de los excesos
cometidos, creo que sería buenos que dedicáramos unos minutos a reflexionar y
cuestionarnos, si fuese necesario, del cómo y el por qué de los referidos
excesos.
No creo descubrir nada si menciono el hecho de que las fiestas conocidas
como Navidad, sustituyen a otras muy anteriores, que coincidían con el
solsticio de invierno, y que en Roma eran denominadas Saturnalia, en las cuales tenían lugar grandes banquetes, donde se
intercambiaban regalos, y en las cuales, durante esos días, todo estaba
permitido. Era, de alguna manera, una válvula de escape para la moral del
pueblo. Es evidente que la Iglesia cristiana, al no poder luchar contra una
costumbre profundamente arraigada y deseada por la población, dadas sus
especiales características de libertad y tolerancia, se sumó a ella cristianizándola,
dotándola de un carácter, de un sentido que originariamente no tenían, al igual
que sucede con el solsticio de verano, que el cristianismo hace coincidir con
la fiesta de San Juan. En este caso, el de la fiesta navideña, es Jesús, el
hijo de Dios, el que nace. Este nacimiento, acontecimiento festivo por
excelencia, viene acompañado de un auténtico baño de sangre, sacrificando a
todos los niños judíos de menos de dos años. Parece que la sangre fuera
absolutamente necesaria para la religión cristiana, a fin de hacer la historia
más creíble. ¿No bastaba con que naciera un niño, y a ser posible que fuera
fruto del amor de dos jóvenes padres?
Se nos ha hecho creer que estas fiestas son de amor, amistad, buena
voluntad y demás tópicos, tan queridos por algunos de cara a condicionar y
manipular nuestra voluntad y nuestra conducta. Se habla del “Espíritu de la Navidad”. Tengo que
reconocer que nunca he entendido dicho espíritu. Me pasa lo mismo que con el
día de los enamorados. ¿Hace falta un día? Si estás enamorado lo estás todos
los días. Centrar el amor en un día me parece una de las cosas más absurdas que
existen, aunque no para el comercio. Pues con el “Espíritu de la Navidad” me pasa igual. No lo entiendo. Hay que ser
buena persona unos días. El resto puedes seguir siendo un malvado, un
sinvergüenza, un explotador. Nos quieren convencer de la bondad y la realidad
de dicho Espíritu a base de toda una serie de películas ñoñas, simples,
previsibles y normalmente de muy bajo coste, en la que un ser malo, malísimo,
por obra y gracia de la Navidad, se convierte en alguien absolutamente
adorable, merecedor de todo nuestro amor y admiración. Sin comentarios.
La última de las fiestas es la de los Reyes Magos, de los que lo único
que sabemos es que no eran reyes, tan sólo se nos dice es que vinieron de
oriente unos magos, cuyo número tampoco conocemos, aunque posteriormente se
dejó reducido a tres, en base al carácter simbólico de este número, a traerle
presentes al niño dios. Con posterioridad, ya en la edad Media, la institución
monárquica convirtió a estos magos en reyes. Todo sea por la monarquía. Aunque
yo, sinceramente, he de reconocer que es el único día que me hace ilusión
regalar y recibir regalos. Despertar a mi familia temprano y decirles: Han
pasado los Reyes Magos. Recuerdos de la niñez y pequeñas contradicciones de un
republicano confeso.
En base a todo esto, nos reunimos las familias, y comemos y bebemos en
exceso. Discutimos en exceso, gastamos en exceso, y todo lo hacemos en exceso. Es
maravilloso cometer excesos. Pero estos son los excesos permitidos y
consentidos. Primero por la Iglesia, que ha de sentirse protagonista de unas
fiestas que poco o nada tienen de religiosas, como no lo tuvieron en su origen,
y después, y esto es lo fundamental, por el sistema consumista que nos aboca a
unos gastos y dispendios a veces superiores a nuestras posibilidades.
Estos excesos serían maravillosos si se cometieran compartiéndolos con
las personas que amas, que quieres, familia, amigos. Pero al haberse institucionalizado
de tal manera, se hacen por obligación, por razones sociales, de empresa, de
trabajo, de moda. En definitiva, traicionando ese presunto espíritu de la
navidad del que tanto nos hablan, y en el que forzosamente nos quieren hacer
creer. Estos excesos son, a veces, tan violentos, que muchas personas, tras
este paréntesis navideño, ansían ardientemente, volver a la cotidianeidad.