El Maestro Liendres

Algunas veces tengo la sensación de que vivo en la tierra del Maestro Liendres –que de todo sabe y de nada entiende-, la tierra del autodidacta, del maletilla espontáneo que se tira a torear en cualquier plaza, a mitad de la lidia y sin la preparación adecuada para hacerlo, del enteradillo, parlero y vendedor de humo, que con cuatro puntadas quiere hacer un dobladillo. Y, a veces, quiere hacerlo hasta sin tela. Qué suerte para ellos, que sobreviven mientras no llegue uno de fuera preparado y competente y lo deje en ridículo en medio de la plaza. Porque la competitividad que hoy exigen las técnicas, la sociedad del conocimiento y la sociedad del desarrollo no es ya el verbo fácil y la verborrea fina del compadre de turno. Así que la idea del listillo gobernante inconsciente de premiar la ley del menor esfuerzo, del zoquete cualificado, del flojo que pasea por nuestros centros escolares, impune y descarado, para mal propio, mal de los compañeros e impotencia desesperada de los profesores, la idea de premiarlos, de condecorar su pereza, de diplomar su futura incompetencia, no hará más que perpetuar la especie del Maestro Liendres, per secula seculorum. Cuando encuentro a un Maestro Liendres por la calle se me ponen los pelos como escarpias, y lo escondo a los ojos de mis hijas que llevadas por la corriente terminarán por demostrarme sin remedio que estudiar no sirve para nada y que a base de trapicheos van a poder sobrevivir, aunque no terminemos de salir del agujero y  sigamos estando a la cola de todo menos del paro.