Destructiva envidia

02/11/16 +Jerez Juan Félix Bellido
El  capítulo 4 del libro del Génesis cuenta los avatares de los dos primeros hermanos de la Historia: Caín y Abel.  Archiconocida no vale la pena recordarla detalle por detalle. Es el primer hecho histórico. Abel no hace nada malo para que su sola presencia llene de envidia el corazón de Caín, y éste termina por quitárselo de en medio.  A pesar de los miles de años que han transcurrido desde entonces, la reiteración de esta acción fruto de una insana condición humana, la misma historia se repite. El cainismo se ha perpetuado y con diferentes instrumentos y de diferente manera, presenciamos hoy actitudes similares. Parte siempre de gente mediocre, acomplejada, con su propio ombligo como horizonte y con pocas ganas de trabajar en la mayoría de los casos. Y reiteradamente a mí me viene a la mente un texto del intelectual cordobés Ibn Hazm (994-1064). Y aunque han pasado 1.000 años desde que lo escribió, este texto no ha perdido actualidad. Por eso, periódicamente lo traigo a estas páginas, lo transcribo en algunos artículos y se lo leo al auditorio de mis conferencias. Para no perder la costumbre y con el deseo de recordarlo, aquí va el texto milenario, que parece escrito ayer mismo: “Esto es particularmente verdad en España. Sus habitantes sienten envidia por el sabio que entre ellos surge y alcanza maestría en su arte; tienen en poco lo mucho que pueda hacer, rebajan sus aciertos y se ensañan, en cambio, con sus caídas y tropiezos, sobre todo mientras vive, y con doble animosidad que en cualquier otro país. Si acierta, dicen: “Es un audaz ladrón y un plagiario desvergonzado”. Si es una medianía, sentencian: “Es una nadería insípida y una mediocridad insignificante”. Si madruga en apoderarse del trofeo de la carrera, preguntan: “¿De dónde ha salido éste, dónde aprendió y cuándo ha estudiado…? Si la suerte le lleva por el camino de descollar claramente sobre sus émulos, o le hace abrirse una senda que no es la que ellos frecuentan, entonces se le declara la guerra al desgraciado, convertido en pasto de murmuraciones, cebo de calumnias, imán de censuras, presa de lenguas y blanco de ataques contra su honor. Le atribuirán lo que no ha dicho, le colgarán lo que no ha hecho, le imputarán lo que no ha proferido ni ha creído su corazón. Aunque sea hombre señalado y campeón de su ciencia, caso de no tener con el poder público relaciones que le procuren la dicha de salir indemne de los peligros y escapar de las desgracias, si se le ocurre escribir un libro, lo calumniarán, difamarán, contradirán y vejarán. Exagerarán y abultarán sus errores ligeros; censurarán hasta su más insignificante tropiezo; le negarán sus aciertos, callarán sus méritos y le apostrofarán e increparán por sus descuidos, con lo cual sentirá decaer su energía, desalentarse su alma y enfriarse su entusiasmo. Tal es, entre nosotros, la suerte del que se pone a componer un poema o a escribir un tratado: no se zafará de estas redes ni se verá libre de tales calamidades, a no ser que se marche o huya o que recorra su camino sin detenerse y de un solo golpe” . Así estábamos en el siglo XI. Y sigue lloviendo… sobre mojado.
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