Castañas asadas

27/10/16 +Jerez Juan Félix Bellido
  El patio del colegio estaba alborotado, como esos ríos en los que algunos pescadores hacen ganancia de peces. Y me refiero al de la Carrera de San Jerónimo de Madrid.  Vaya espectáculo el que nos estamos tragando en directo por la tele, echándole paciencia hasta que se superan los límites, corto la emisión con el mando a distancia, me pongo los zapatos y salgo a despejarme a la calle. Me voy a ver la vida tal cual es y a discutir de ella en el tabanco. A los políticos que lo oigan sus abuelas que estarán encantadas con sus “niños y que tienen más paciencia que yo. Y me voy al tabanco a hablar de las cosas que nos afectan, con palabras diáfanas y claras, sin retórica y sin tapujos. Estamos casi en época ya de castañas. Desde el tabanco en el que me vengo a escribir y a leer ante una copa de amontillado, no se percibe aún el humito perfumado de las castañas asadas, porque son otras las castañas que se reparten en este país que no lo entiende ni la madre que lo parió. Yo, hoy, venía dispuesto a salirme por la tangente con cuatro comentarios totos que me llevasen lejos de la función que se representaba en la Cámara Baja. Pero aquí los ánimos están alterados. Y con esa alteración, el tabanquero quiere meterme a mí en un discusión que hoy pretendía orillar. Se encuentra confundido e indignado y no puedo quitarle la razón. Dice que se le pone cara de tonto cada vez que escucha a algún político en esta coyuntura con forma de recta final. Y es que él es de los que piensan que dos y dos son cuatro y que le tienen que cuadrar las cuentas y no se presta a los juegos retóricos, ni se conforma con cualquier explicación para distraídos. De joven su familia pasó ciertos aprietos en una Andalucía en la que las cosas estaban más cuesta arriba que ahora, y no pudo estudiar lo que hubiera querido, y casi echó los dientes en este tabanco viejo que heredó de su padre.  Y, claro, no leyó a Maquiavelo.  Algunos políticos sí pudieron hacerlo y aprendieron de memoria el dicho del florentino autor de El Príncipe. “Es necesario ser un gran simulador y disimulador, y los hombres son tan simples y se someten hasta tal punto a las necesidades presentes que el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar. Cada uno ve lo que parece, pero pocos palpan lo que eres”. En fin que mi amigo, el del tabanco, no conoce el truco y le cuesta discernir y separar el trigo de la paja, y tomar los discursos de nuestros representantes políticos con pinzas, y entonces hacer cuentas y desenmascarar fullerías, tirar de hemeroteca para descubrir trampas y aplicar la prueba del nueve a las declaraciones no vaya a ser que en muchas de ellas nos cuelen gato por liebre. Saber que el que nos habla está convencido, como Maquiavelo, de que somos “tan simples” y que estamos “sometidos hasta tal punto a las necesidades presentes” que nos dejamos engañar con facilidad. Y que pueden decir Diego donde dijeron digo sin que nadie se percate. Pero hete aquí, y esto ha tranquilizado a mi amigo, el del tabanco, que mal que pese a muchos, hemos crecido, que llevamos ya muchos  años de Constitución democrática y que la cara de tonto que se nos pone no es sino el reflejo de cierta incomodidad al escuchar a nuestros años el cuento de Caperucita Roja, tan mal contado por algunos.               Saben que Maquiavelo no tenía un pelo de tonto y que no es baladí lo que afirmó, pero deben saber también que antes o después tendré una baza encerrada en mi voto, quizás de las pocas eficaces que me ofrece nuestra democracia, y que voy a acercarme a las urnas consciente de que puedo ejercerlo con toda la inteligencia y toda la capacidad de análisis que me permite mi mayoría de edad. Y, vive Dios, que lo haré. Y si los que ganen en estos días en el Parlamento nos ayudan, mejor que mejor. Yo, hoy, venía dispuesto a salirme por la tangente con lo de las castañas, pero me he quedado atrapado en el esperpéntico espectáculo que están dando nuestros “líderes” (perdón por el mal uso del término) es de género literario; desde luego, teatro le echan una barbaridad. Y los mareadores de perdices encantados de tenernos entretenidos. Lo peor de todo –como decía en días pasados-  es que las entradas a este bochornoso espectáculo nos van a salir por un ojo de la cara. Y digo nos van a salir, porque las pagaremos los demás.  
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