Definitivamente nos hemos vuelto muy cómodos. Cada vez es menos frecuente escuchar que alguien, en casa, ha guisado una olla de caracoles, o cabrillas. Un alimento tradicional que apasiona a muchos, mientras asquea a otros, que prefieren decir con prudencia un “no, gracias”. Para gustos, los colores.
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En tiempos no lejanos era costumbre comprar una malla de caracoles o aprovechar un día de campo para ir a recolectar caracoles. Ahora nos llama la atención la estampa, cuando vamos por una carretera secundaria y vemos a quien, bolsa o cubo en mano, los busca en determinadas plantas. Lo que está claro es que, en la actualidad, gana por goleada la opción de ir a un bar que nos hayan recomendado, para consumirlos in situ, acompañado de una refrescante cerveza o una copa de fino bien fría. Y no son pocos los que llevan una fiambrera (si es que no te la ofrecen en el establecimiento) para dar buena cuenta de los caracoles en casa.
El argumento es unánime: “limpiarlos es un jaleo y en algunos bares los guisan muy ricos”. No le falta razón a quien lo afirma. Dejarlos en ayunas y realizar la obligada limpieza posterior, para eliminar la baba propia de esta especie, puede suponer un ejercicio nada agradable, pero es imprescindible para obtener un resultado óptimo.
Para no desmerecer a nadie, no daremos hoy ninguna lista o ruta de lugares donde se pueden comer o encargar caracoles en Jerez o su entorno. Aunque recomendaciones boca a boca no faltan. En algunos de los establecimientos más exitosos, llegan a guisar hasta 50 kilos en los días fuertes. Y es que, con esmero, dedicación, mimo y buena mano, una taza de caracoles resulta irresistible.
Para un kilo de caracoles son necesarias dos buenas hojas de laurel, una cabeza de ajos, una cebolla y las especies imprescindibles para otorgarle el sabor característico del ‘caldito’: cilantro, pimienta negra, guindilla, comino y hasta orégano. La combinación puede variar, pero fundamentalmente éstos suelen ser los ingredientes, según toda una maestra, para mí, una segunda madre: mi tía Rosa. Toda una experta en guisar caracoles y, algo que me hace salivar nada más oler la olla: las cabrillas, en salsa o con tomate. Para dar buena cuenta es esencial sopear con un pan decente.
Pero vamos a fijarnos en las propiedades y valores nutricionales de los caracoles. Algo muy a tener en cuenta, aparte del sabor, cuando nos disponemos a darnos un ‘festín’ de caracoles. Son ricos en magnesio y hierro, además de proteínas (con casi todos los aminoácidos que necesita nuestro cuerpo), calcio, fibra, potasio y yodo. Contienen zinc, carbohidratos, sodio, hasta 13 vitaminas, fósforo, y colesterol.
El consumo de caracoles contribuye a prevenir la anemia ferropénica, por lo que es más que recomendable para deportistas. La carne del caracol, con abundantes sales minerales, constituye un alto aporte nutritivo, con escaso contenido en grasas. Incluso se han elaborado en el curso de la historia remedios curativos o preventivos preparados a base de caracol como elemento esencial. Hace unos años comenzaron a comercializarse cosméticos que incluyen en su fórmula la baba del caracol. La afición por comer caracoles ha llegado hasta tal punto, que los podemos encontrar y comprar en bolsas, ya cocinados, en los refrigerados de algunos supermercados. Sinceramente, nada que ver. Por eso, una tarde de mayo o junio, en una terraza agradable, es ideal escuchar aquello de “¡Marchando dos de caracoles!”.
Fotos: Antonio Asenjo
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