Estación de Tránsito. Una novela de Juan Félix Bellido

20/11/18 +Jerez Carlos Manuel López Ramos
El término alemán Bildungsroman, acuñado por el filólogo Johann Morgenstern en 1819, designa un tipo de novela conocido como ‘de aprendizaje’, toda vez que responde a un relato estructurado en torno a un periodo de la vida de un personaje que cubre desde su infancia hasta que alcanza la madurez; es decir, el proceso que le lleva a aprender, mejor o peor, lo que es la vida. Pero, acudiendo a una licencia, cabría también hablar de una novela orientada temáticamente hacia una segunda fase de aprendizaje que partiría desde la madurez del personaje hacia adelante, habida cuenta de que el ser humano nunca deja de saber cosas nuevas sobre la existencia.

En Estación de tránsito (Peripecias, 2018) Juan Félix Bellido nos ofrece una novela basada en ese segundo aprendizaje de un protagonista —Antonio, monje de un monasterio benedictino ubicado en un punto sin concretar de Castilla-León— y de la crisis personal en la que entra cuando cumple los cuarenta años y toma conciencia de que se halla aproximadamente en la mitad de su vida,  y de que es la hora de un primer balance así como de hacerse muchas preguntas y plantearse qué hará con la media vida que aún le queda. Se trata de una crisis de totalidad en la que ningún aspecto queda libre de cuestionamiento: conceptos, convicciones (lo que hasta entonces han sido convicciones), creencias, ideología, sentimientos, emociones o  valores; pero también es una crisis ontológica o crisis del propio ser —con sus limitaciones— en tanto que ser, a la búsqueda de un quién soy y un para qué soy. Es necesario preguntarse si lo que se ha hecho hasta ese momento se sostiene, si continúa teniendo sentido, y para ello la memoria recupera el pasado,  mira hacia atrás para comparar lo que se quiso ser y hacer con lo que se es y se ha hecho, lo cual implica un constante movimiento en el tiempo, una dialéctica entre presente y pasado, y  una inevitable perspectiva de futuro, de esa vida que resta todavía por vivir y cómo enfocarla.

Antonio —abogado de profesión, que ejerció como laboralista socialmente comprometido en un barrio obrero de Madrid, y poseedor de una sólida cultura— se plantea muchos  interrogantes que son de difícil respuesta, o incluso que carecen de respuesta, lo que genera una inquietud, un desasosiego y, en suma, un estado de  ansiedad permanente al que contribuyen las circunstancias complejas, a veces dramáticas, que irán rodeando su  recorrido vital, como la crisis del matrimonio de su hermana menor, Marta; una especie de aventura platónica con Julia, joven a la que conoce en la Biblioteca Nacional; el deterioro de la vida monástica o, muy en especial, una grave enfermedad que aquejará a Antonio situándolo  a las puertas de la muerte.

La salida del monasterio durante dos años, para realizar una serie de tareas  relacionadas con la edición de autores de la Patrística latina, hace que Antonio reflexione críticamente sobre la razón de la vida contemplativa en el mundo contemporáneo,  desencadenándose la agitación de un mundo anímico del cual el lector será testigo privilegiado porque el novelista consigue acortar al máximo la distancia entre el receptor y el discurso. 


Desde la soledad con la que Antonio se ve obligado a afrontar su crisis, crea  un ficticio como interlocutor para establecer un diálogo. Un tú a la vez creado y no creado (las paradojas son abundantes en esta historia), que de alguna manera ya existía como necesidad al mismo tiempo subjetiva y objetiva. Un tú que quizás sea el producto de un desdoblamiento del yo.

La vivencia de la crisis se acentúa debido a que Antonio es persona formada y de elevado nivel intelectual. “Porque en la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor”, Eclesiastés 1:18. 

La salida del monasterio en plena crisis parece incrementar la sensación de inseguridad del personaje debido a la inmersión en el mundo, en la vida social, con sus problemas y sus  complicados mecanismos; así, el lector asiste al proceso de conflictización de su personalidad en el contexto de sus particulares  vicisitudes y sus esfuerzos por entender y superar esa situación crítica que afecta a lo más profundo de su ser y de su existencia. Surge la idea —un tópico de la tradición literaria universal— de que todo se desgasta por la acción devoradora del tiempo. 


Ya el teólogo alemán Johannes Tauler (1300-1361), Doctor Iluminado por investidura de la Iglesia Católica, dominico y  discípulo de Eckhart, había mencionado en sus sermones la edad crítica de los cuarenta como un giro en la vida de los hombres. Todo el esfuerzo espiritual da precisamente fruto después de los cuarenta y entonces puede el hombre obtener la verdadera paz del alma. Crisis ante la cual no proceden ni la huida ni la inhibición, sino un esfuerzo sereno de autoconocimiento, de autoanálisis, haciendo ascender desde el fondo del espíritu, desde el subconsciente, imágenes de la fantasía que han de ser analizadas para descubrir cuáles son verdaderamente las raíces y los fundamentos de nuestro pensar y obrar. 


Pero ahí está el miedo; miedo a elegir erróneamente —crisis también significa etimológicamente ‘decisión’—, el miedo  a no discernir con claridad en unas  condiciones de pérdida de referencias y  desconcierto. El vehículo literario para exponer todos estos materiales es un monólogo interior alterno que, a veces, se manifiesta por medio de un relato objetivo, técnica mixta que agiliza la narración.

Destacados son los temas correlativos de la enfermedad y la muerte. Una peligrosa dolencia pone en riesgo la vida de Antonio. En primer lugar, se manifiesta el aturdimiento derivado de la noticia; luego se suceden los pasos habituales: ingreso hospitalario, terapias, probabilidades de solución, etc.  Todo envuelto entre fantasmas, sombras, temores, premoniciones, la inevitable sensación de abandono y el pavor atávico a la disolución, a la nada eterna; es decir, el terror mortis. Emerge con todo su peso la vulnerabilidad del ser humano y se establece un contraste de signo sociológico al examinar cómo  la muerte es hoy algo que se soslaya, que se destierra, como si no existiera. Se vive de espaldas a algo tan trascendental y vital como es la  extinción del ser, de la que se ha hecho un tabú. La muerte ha sido colectivamente  banalizada. “Para la mayoría de las jóvenes generaciones se ha convertido, casi exclusivamente, en la escena culminante de una película violenta que, a fuerza de repetirse, pierde incluso su emoción”.

De regreso al monasterio, se aprecian los cambios en el ánimo de Antonio tras sus experiencias en el exterior. Ya no es lo mismo. Nada volverá a ser lo mismo. Cuando Antonio vuelve al barrio donde se fraguó su vocación, comprueba una serie de transformaciones profundas pero negativas. Han aumentado el desempleo y la pobreza, se ha extendido el consumo de drogas y es evidente un deterioro de la convivencia, siendo ahora la ocasión para insertar una   crítica al oportunismo en la vida pública, a la política como profesión de por vida, al olvido de los ideales, a la desaparición de la solidaridad y a la renuncia a los principios, factores todos sobre los que se sustenta el imperio del poder económico por encima de todo. 


De entre los personajes secundarios —aparte de Marta y Julia— sobresalen Manolo y Luis; Manolo es un periodista, vecino del mencionado barrio periférico madrileño, que representa un cristianismo evangélico,  primitivo, de corte progresista y de  compromiso con los desfavorecidos; Luis, otro monje del convento, así mismo enfrascado en los estudios, es un tipo  complejo, sorprendente y con una cierta aureola de misterio que un buen día se esfuma de forma extraña para reaparecer,  secularizado, como profesor de lenguas clásicas en la universidad de Oxford, lo que significa que ha encontrado su camino al margen ya de la consagración religiosa.


En la novela hay una defensa de la escritura y de la Literatura como vida: “Últimamente,  para mí —dice Antonio—, lo vivido va escrito” porque “fijar la realidad en el papel no permite que esta cobre forma de fantasma o se deforme”. Flaubert ya había afirmado que escribir era una manera de vivir y José Luis Sampedro tiene un libro, publicado en 2005, con el elocuente título  Escribir es vivir.  

Cuando Antonio retorna al convento, su inadaptación es palpable; pero la antítesis principal se presenta como irresoluble: “Alejarme me separaba cada vez más y el edificio de mis convicciones estaba en ruinas. Marcharme era una huida hacia adelante pero no remediaba el fondo de mis males”. La novela finalmente discurre hacia un desenlace abierto en el que el lector ha de participar —con su ingenio, su fantasía y su capacidad prospectiva— arriesgando sobre una opción entre varias posibles.  
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