Crónicas Toscanas 2013 (VI)

26/07/13 Cofrademanía Enrique Víctor de Mora

El maestro vuelve a su café

A mi gran amigo y compañero David Montes

En la bella ciudad de Lucca, amurallada y romántica, de calles estrechas e intensa vida comercial, la Lucca de Ilaria del Carreto, de San Michelle y de San Frediano y su inmenso mosaico exterior, hay una tristeza íntima y poderosa, que late a compás de los recuerdos. Una tristeza de tardes de verano o atardeceres de otoño, entre aromas dulces y sensuales. Porque en el número 58 de la Vía Filungo, en el corazón de su arteria más bulliciosa, cerró sus puertas desde primeros de año el Café di Simo. El Café di Simo era mucho más que un lugar agradable y bello. Era el emblema de la Lucca de finales del XIX, cuando Italia entera bullía en entusiasmos nacionalistas de su recién estrenada unificación política. Allí, en aquel coqueto lugar, intelectuales y artistas se reunían en animadas charlas, entre ruidos de cubiertos, aromas de café y atractivos paisajes de bollería y pastelería, y todo ello, envuelto en el humo de los cigarros que por doquier se fumaban, pues por fortuna la estupidez humana no había aún alcanzado grados problemáticos. Allí, en el Simo, se discutía, se gritaba, se conspiraba y se escuchaba música, la música de un hijo preclaro de la villa, que había alcanzado la gloria, y que gustaba, en sus días de asueto, de frecuentar aquel lugar donde soñó en su mocedad ser famoso escribiendo las más bellas óperas. Ese hombre, que ahora, muchos años después, vuelve a su tierra.. desde otro lugar..

Ha caído la noche, una serena noche de verano. La luna ilumina débilmente el mosaico de San Frediano, y juega en la Piazza della Arena. El silencio es un gigante invisible que pasea por la Lucca dormida. En el 58 de Vía Filungo reina un vacío chato y sucio, de polvo acumulado y cristales sin brillo. Una sombra, un ser que ya no pertenece a este mundo, avanza plácidamente por la calle. Su bastón se contonea presumidamente al compás de sus pasos, unos pasos que suenan con la musicalidad acariciante de alguna de sus arias. Fumando va, cigarro tras cigarro, un vicio que le domina tanto o más que su probada e inmensa capacidad creadora. El humo se agita delante de sus ojos, se le pega en su cuidado e inconfundible bigote, y asciende en la noche toscana de estrellas imposibles. Allí está, erguido, presumido, genio y figura de una época que se niega a morir, el maestro Giacomo Puccini, a las puertas del cerrado café. ¿Cerrado? Quizá para el mundo, pero no para él. Por eso, porque la imaginación nos hace vivir mundos imposibles que se hacen posibles, Puccini puede avanzar hacia la puerta cerrada.. y encontrarse de pronto en el alegre y querido Café lleno de vida y esplendor. Ha ocurrido de nuevo el milagro, ese que noche tras noche, desde que cerró, acontece en el Café di Simo. El autor de Tosca, La Boheme o Madama Butterfly traspasa los umbrales cerrados para los vivos.. y un mundo de esplendor y vida vuelve a recrearse en aquel Café. Vuelven a escucharse los sonidos de las tazas y cubiertos, el murmullo de las conversaciones. Vuelven las hermosas y antiguas botellas de licores a formar apretada fila tras el mostrador de uno de los lados, mientras, al otro, las cremas y chocolates de los pasteles componen un paisaje de mórbidos contornos. Los camareros, uniformados e impolutos, van de acá para allá, y las camareras con sus cofias y delantales, se afanan tras el limpio mármol de los mostradores en servir a los  usuarios, con la gentileza y cuidado que sólo dispensa un lugar como aquel. Huele a puro y a dulce, a leche caliente y chocolate hirviendo, a piñones y vermouth, todo en apretada y promiscua confusión de sensaciones.

Y de pronto, se hace el silencio. Un silencio religioso y solemne. El maestro Puccini ha accedido a sentarse al viejo piano, para interpretar una pieza. Es un momento sublime y sin adjetivos. Sus manos, sus dedos ágiles de cientos de horas de música acarician con delicada y enérgica pasión las teclas. Su mirada, normalmente altiva y distante, se pierde ahora en un paisaje que sólo el puede ver, y se vuelve suplicante y humillada, como pidiendo a las musas la gracia de alcanzar la emoción y el arrebato que sueña obtener con cada nota de sus obras. Ahora, porque quiere y porque está feliz, es más Puccini que nunca, allí, tocando en su Café, mientras las sombras del pasado, más vivas que nunca, clavan sus ojos en aquel genio caprichoso y único que toca el piano en su ciudad.

Por eso, si vais a Lucca, y pasáis por el Café di Simo, y está cerrado y abandonado parece, sabed que es mentira. Que está más esplendoroso y encantador que nunca. Porque cada noche, vuelve el Maestro a sentarse en sus sillones, a fumar sin cesar, a beber su Capuccino y a tocar el piano.

El ‘Di Simo’ sigue abierto. Porque Puccini ha vuelto a él.

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