Crónicas Toscanas 2013 (V)

24/07/13 Cofrademanía Enrique Víctor de Mora

Una Luz en la tragedia

A José Luis y Vicente, candelarios y seguidores de estos entretenimientos

La terrible enfermedad asolaba inmisericorde la bella ciudad de Florencia. La que antes se erguía y desarrollaba sin cesar, la ciudad donde el Trecento comenzaba a dejar sus huellas, era ahora un inmenso pudridero en la que se hacinaban por las esquinas los cadáveres, y donde apenas los encargados y voluntarios daban de sí para poder cada día, enterrar tanta muerte y tanta desolación. Aquella terrible enfermedad que destrozaba los cuerpos, de los que emanaba aquel inconfundible olor a paja podrida, y que por ello fue bautizada como ‘peste’, tenía sumida en el apocalipsis a Europa entera. A la Signoria llegaban noticias de ciudades cercanas y lejanas en las que la suerte no era distinta. El mundo conocido estaba siendo fustigado por una nueva plaga, una no descrita en la Biblia ni por los Padres de la Iglesia. El terror se había apoderado de todos: ricos, pobres, clérigos, militares, niños, ancianos, comerciantes artistas, literatos..

Giovanni cerró la puerta. Una última mirada, y el aldabonazo pareció proclamar que nada ya jamás seria igual. Allá quedaron sus pergaminos, sus viejos papiros, las composiciones poéticas, los relatos.. toda su vida de escritor. Una inmensa sensación de dolor embargaba su alma. Hacía poco que su vida se había apagado repentinamente, ante la noticia trágica. La Peste se había llevado a Fiammetta, a su Fiammetta, el gran, dulce y arrebatado amor de su vida, la que le abrió las puertas de la fama y el buen nombre, la musa de su vida, su quehacer.. todo. Le dijeron que en el lecho de muerte lo llamaba a él, a quien había abandonado hacía poco, y corrió a verla, pero llegó tarde. Murió con una palabra en los labios: Boccaccio.

Ahora, después de aquello, tras aquella inmensa herida, debía huir de aquella maldita ciudad si quería salvar su vida. Ni un día más entre muerte y destrucción, se dijo, ni un día más oliendo a muerte y escuchando lamentos de dolor por todos lados. Ni un día más la terrible exhibición de las hogueras que quemaban las ropas de los muertos, en las plazas otrora alegres y bulliciosas por las que tanto paseó.

Cerró la puerta, y abandonó Florencia en un caballo. A las afueras lo dejó en las cuadras de su amigo Piero, y prosiguió a pie. Rumbo desconocido, pero ninguna ciudad. El campo, una villa apartada en la que alquilar un cuarto, donde no llegaran ni olores ni llantos, donde el aire fuera puro, se oyeran pájaros al amanecer y no campanas doblando a muerto. Cazar un pájaro con su arco, ensartar un pez en un arroyo, tomar un fruto de un árbol.. hacer realidad las Églogas, en suma.

Un día.. dos.. al atardecer del día tercero, doblando una colina suave como el seno de una adolescente, sus ojos repararon en una villa modesta y escondida, de la que venían risas inconfundibles de jóvenes. Una sensación indescriptible llenó sus pulmones de nueva vida. Sus pasos se dirigieron presurosos hacia las lindes de aquel lugar. Diez jóvenes, tres hombres y siete mujeres jugaban entre risas y saltos. Al verlo, quedaron parados, y una cierta sensación de miedo se encaramó a sus rostros. El apercibió aquella mirada y procuró tranquilizarles:

- No temáis, no estoy apestado, tengo aquí en mi poder un documento firmado por tres galenos que así lo atestigua. Hurgó en su zurrón y lo exhibió en alto, como una bandera.

Uno de los jóvenes que se había acercado más, quedó mirándolo fijamente.

- ¡Maestro! Exclamó.. maestro... ¿Boccaccio?

- Ese es mi apellido, jovenzuelo. Veo que cultiváis al menos el arte de la fisonomía, y creo también que el disfrute de las letras, dijo Boccaccio con despaciosa musicalidad.

- Oh, Señor, el maestro, es el maestro Giovanni Boccaccio, gritó el joven a los más apartados, que corrieron a su voz velozmente hasta la reja de la villa.

- Maestro, pase, no se quede ahí, estará cansado, venga con nosotros, dijeron unos y otras atosigadamente..

- Oh, jóvenes queridos, no quisiera molestar, no quiero turbar la paz con mi madura presencia, se disculpó Boccaccio

- Por Dios, maestro, usted, el más grande, el más admirado; todos hemos leído sus obras, todos le hemos escuchado recitar.. ¿Dónde va?

- Huyo del Infierno en la tierra, dijo Boccaccio con dolor en su voz quebrada casi por el llanto.

Ellos le contaron qué hacían allí. Habían huido, más bien por la recomendación de sus familias, quienes para proteger sus vidas les conminaron a marcharse de la ciudad entretanto no se mitigara aquella terrible epidemia. La Villa, abandonada hacia años, les había servido de refugio. Habían acondicionado toscamente algunas estancias, y allí, entre trabajo, juegos y narraciones de cuentos, pasaban los días.

- Hemos ideado una tarea para no aburrirnos, maestro, le explicó uno de ellos, Andrea, que era estudiante de Leyes en Pisa. Cada uno de nosotros debe narrar un cuento, y cada día hay un rey que decide los temas. Los viernes y sábados no contaremos, y el día primero y noveno los cuentos serán de tema libre. Mañana comenzamos. Durante catorce días. Puede quedarse y participar, si quiere. Será para nosotros un privilegio inmenso.

- Acepto quedarme, pero sólo os pido una cosa: yo os dejaré a vosotros con vuestro juego, y vosotros me permitiréis que yo recoja por escrito estos cuentos y os mencione en la narración que haga. Vosotros, al final, me diréis si esta obra puede ser digna de publicarse, y de que el mundo la conozca. Seréis mis inspiradores y amigos a partir de ahora. Y os daré vuestra parte en los beneficios que se produzcan de estos relatos.

- Oh maestro, dijo Chiara, una de las jóvenes, bella y joven como un amanecer en las colinas toscanas. ¡Qué bendición de Dios que haya venido a nosotros, en medio de tanto luto!

Y así fue como, en medio de tanto luto, y durante catorce días, el gran Giovanni Boccaccio fue recopilando las narraciones de aquellos jóvenes llenos de vida. Aquellos cuentos, nacidos del exilio y el llanto, que luego se recogieron en una obra inmortal: El Decamerón. Cuentan las leyendas italianas, que el día que murió Boccaccio, diez personas, tres hombres y siete mujeres, vestidas con ropas negras, acompañaron el duelo hasta el cementerio, y cubrieron su tumba con flores traídas de aquella Villa en la que un día, la vida y las risas se abrieron paso entre la muerte.

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