El
viento trajinando entre una retama y otra –como escribiría Alberti en La
arboleda perdida-, en aquellos días de levante, en la playa de mi infancia,
Valdelagrana, con mi hermano Manuel, disfrutando del sol y la espuma blanca de
las olas, con tortilla de patatas, sandía y gaseosa “La Casera”, cuando las
dunas y los pinares aún no habían sido desterrados por el cemento y los
ladrillos; cuando la “isla” de Cádiz, a doce millas de allí, como la describió
en el siglo XII, el geógrafo Al-Idrisi, se dibujaba al frente, con su perfil
colonial de altas torres vigías; aquel mar de mi infancia, donde aprendía a
tener un balcón soleado y azul, y donde recibí la huella imborrable para
siempre de un paisaje añorado desde entonces, cuando el trabajo me llevó lejos
de esta costa. Permítame el viajero que escriba estas líneas para enamorarle de
este viejo litoral donde atracaron tantas civilizaciones y tantas culturas,
donde viajeros antiguos se enamoraron de este entorno, y plantaron aquí sus
reales. “En sueños, la marejada / me tira del corazón. / Se lo quisiera
llevar”. El mío también, al igual que el del poeta de estos entornos. Hoy no
puedo decir que estoy “gimiendo por ver el mar”, lo tengo al alcance de mi
mano. Hoy se lo ofrezco a quien quiera venir a contemplarlo. Y le ofrezco la
posibilidad soñada de mi infancia: coger el “vaporcito” y cruzar desde esta
desembocadura del Guadalete la bahía hasta Cádiz, surcando esa Mar Océana que
conoció Colón en uno de sus viajes, y en el que llevó a Juan de la Cosa, para
hacer el primer mapa americano.
El Puerto de Santa María, en la
desembocadura del Río Guadalete, el río Lakka de los musulmanes, cuyas orillas
–como las cantó Abû Amar ibn Giyat son “un vergel”, “río placentero con
jardines y bellos paisajes”, y donde el rey Rodrigo perdió su reino. En El
Puerto, el río se vuelve blanco en sus orillas, donde la sal campea en gigantes
pirámides blancas, en las que reverbera la salada claridad de estos cielos.
En los alrededores de El Puerto, el
Poblado de Doña Blanca, emporio arqueológico, viene a certificar la antigüedad
de los poblamientos de las culturas mediterráneas antiguas y de la vocación
comercial de estas costas, confirmadas abundantemente en la época romana.
Alfonso X la conquista para la corona
cristiana castellana y cuando en el siglo XIV se vincula a la Casa de
Medinaceli, adquiere su máximo esplendor. Éste sigue creciendo cuando Cádiz se
hace centro del tráfico con América y en el XVII adquiere un desarrollo notable
en su arquitectura y en su arte. Pero llegan las tropas napoleónicas, con un
Borbón rigiendo España, mediocre y desalmado, y la ciudad es esquilmada y
reducida a la miseria. La industria vinícola, la sacaría más tarde de esta
penuria y hoy es una de las poblaciones del Marco del Jerez, que más auge tiene
en la producción de vino. Ésta transforma también la ciudad. Nacen numerosas
bodegas que hoy el viajero puede visitar. Son las catedrales donde se cultivan
y envejecen estos famosos caldos, que serán también delicia en el paladar de
los visitantes.
¿Y qué no dejar de ver aquí? Desde
luego, el Castillo de San Marcos, una fortaleza de arquitectura medieval, el
Monasterio de la Victoria, de arquitectura gótica, renacentista y barroca, de infausta
memoria por alojar en los años de la postguerra el famoso Penal de El Puerto, y
que hoy la ciudad ha recuperado para labores menos aciagas y más culturales, la
Iglesia Prioral, también gótica, renacentista y barroca; otras iglesias, como
la del Convento de San Francisco, del siglo XVI, las Capillas de Santa Rita (s.
XV), la de la Virgen de los Milagros; los templos de las Capuchinas –barroco
del XVII- o el del Espíritu Santo. Y, sin lugar
a dudas, el Palacio de Villareal, el Palacio Municipal, la Casa de
Vizarrón, el Palacio de Araníbar, el Palacio de Valdivieso, y la casa de Roque
Aguado. Y, claro está, la Plaza de Toros de El Puerto, aportación del XIX. Y
sus bodegas, en donde degustar los vinos finos de este marco, incomparable y
privilegiado. Y si el apetito aguza, saborear el marisco de esta bahía
gaditana.
De El Puerto de Santa María es
imposible marcharse tierra adentro, sin sentir como el poeta portuense por
excelencia, Rafael Alberti: “gimiendo por ver el mar”, o sin sentirse “un
marinero en tierra”. La huella será imborrable.