Estamos ya metidos en
harina veraniega. Los calores parecen haberse ya asentado en estos lares y todo
huele a veraneo, como comentábamos en el artículo anterior. Los colegios han
dado por concluido el curso y los patios poblados de carreras, de juegos, de
griterío infantil se han quedado desiertos. Todo empuja a irse a la playa. Y yo
ayer por la tarde, tuve la suerte de darme por segunda vez un paseo por la
costa, por nuestra costa, la más cercana y a veces, menos aprovechada. Estuve
acompañando a Ramón Clavijo que en la Fundación Caballero Bonald presentó un
libro sobre los viajeros del XIX y del XX por la costa gaditana. Y digo que
tuve la oportunidad de darme un paseo por segunda vez, porque ya lo había dado
cuando tuve la dicha de leerlo aún en manuscrito.
¡Cómo han cambiado
nuestras playas y su entorno! Se hace evidente repasando aquellas descripciones
que los viajeros del XIX hacían de aquellos insólitos parajes y de sus pueblos
de pescadores, cuando osaban adentrarse por esas costas, aún casi vírgenes que
con tanto empeño y ambición económica nos hemos ido encargando de arruinar.
Aquellas casetas de madera pintada a rayas
a cuya espalda se extendían dunas y pinares. Tarde ya lloraría Alberti
la Arboleda Perdida.
Recuerdo mis viajes de
infancia, menos épicos que los de los viajeros del XIX, en el ferrobús hasta El
Puerto, o en los Transportes Comes, directamente a Valdelagrana desde la Plaza
del Arenal. Domingo de playa con tortilla y sandía refrescándose en la orilla
al vaivén de las olas.
Más
tarde nuestras escapadas llegarían a Cádiz, Chipiona, Sanlúcar…Sanlúcar, un
lugar que tiene a la vista en 1870 Edmundo Amicis cuando escribe:
“El cielo tenía un maravilloso color de
zafiro, sin que lo anchase una sola nube, y el mar se dilataba tan manso, que
parecía un inmenso tapiz de aterciopelada seda... En lontananza relámpagos de
plateada luz, y aquí y allá altas y blancas velas, parecidas a flotantes alas
de gigantes ángeles caídos.” (“España. Impresiones de un viaje durante el
reinado de Amadeo I”. Barcelona, 1895).
Nuestras Costas, las que nos regala
Ramón Clavijo en su libro, las que han perdido mucho de sus encantos, pero que,
a pesart de la invasión del cemento, aún nos devuelven mucha de su belleza, la
que encantó a los viajeros extranjeros que nos visitaron, las que encantan a
los viajeros de hoy, del siglo XXI, y las que tenemos a un paso, esperando que
las disfrutemos.