Nación de naciones

26/03/17 +Jerez Antonio Aguayo
En las últimas semanas los acontecimientos se están sucediendo a un ritmo y cadencia que no deja mucho lugar para evitar lo inevitable. Los tribunales están emitiendo sentencias que nunca deberían haberse producido. Se están creando los primeros mártires de la independencia con la inhabilitación de los políticos catalanes, que a pesar de echar las culpas a los voluntarios, ahora se consideran responsables de todas las acusaciones. Se aprueban unos presupuestos de Cataluña que ya contemplan una partida para el referéndum de independencia, y el Parlament, vía votación express, espera sacar adelante una declaración de independencia fuera de toda lógica y de todos los requisitos de legalidad que un hecho de estas características debería tener para poder considerarlo democrático.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Esta es una pregunta a la que es difícil de responder.
Tenemos un gobierno cuyo presidente ha hecho de la inacción bandera, de la falta de diálogo un arma, y de la inmovilidad una forma de ser. Este hombre, cuyo sueño dorado sería convertirse en estatua de mármol, no porque se la hagan a posteriori, sino ahora, para no tener que tomar decisiones, ha recurrido a una estrategia absolutamente kafkiana. Para no tener que dialogar con los políticos catalanes ha decidido judicializar la política. El propio presidente del Tribunal Constitucional hace unos días decía que el problema catalán no es de su incumbencia, sino que es una cuestión política, que han de resolver los políticos.
Es un hecho cierto, constatado, que el número de independentistas se ha multiplicado en los últimos cinco años, bajo el gobierno del partido conservador. Incluso, muchos políticos catalanes, como el señor Mas, que no contemplaban la independencia, ahora son sus máximos adalides y mártires, si bien es verdad que hay otros asuntos por los que le conviene, por ejemplo el famoso tres por ciento. Se dice en Cataluña que el gran impulsor de la independencia ha sido el propio presidente Rajoy por su falta de diálogo. Y los políticos catalanes se aprovechan de la situación enrocándose sobre sí mismos. La falta de diálogo les beneficia.
No quiero echarle toda la culpa al partido conservador, ahora en el gobierno. El partido que en algún momento fue socialista, ha dado un giro copernicano a sus postulados, hasta el punto de hacer caer a un secretario general elegido democráticamente, para que no pudiera pactar con los independentistas catalanes. Recuerdo, y no soy tan viejo, cuando en los primeros años de la democracia, a los políticos de todo signo político, incluido el conservador Alianza Popular, se les llenaba la boca hablando de que España es una nación de naciones, lo cual hoy parece estar absolutamente proscrito del lenguaje político.
Me gustaría creer que no se trata de un problema de incultura, de no saber distinguir entre el concepto de nación y de estado. El sentirse miembro de una nación es algo que el estado no puede prohibir. Es un sentimiento en base a una cultura, una lengua, unos usos y costumbres, y por supuesto, una historia. Poco tiene en común la historia de Cataluña con la de Castilla. Hay que recordar que la supuesta unión de los Reyes Católicos nunca tuvo lugar. Que incluso dentro de Castilla permanecían los diferentes reinos, como el de Galicia, o León. Que a un aragonés se le tenía prohibido el viajar a América, por considerarlo un extranjero, o que el propio Fernando el Católico, hubo de volver a sus reinos de Aragón, una vez fallecida su esposa Isabel. Pero esto es historia, que espero que conozcan los diferentes partidos. Sólo se unifica con Castilla, tras la Guerra de Sucesión, cuando las naciones aragonesas son anexionadas a las castellanas por los Decretos de Nueva Planta, por haber apoyado al Archiduque Carlos.
No es difícil de arreglar. Sólo hay que reconocer una singularidad, una diferencia, y encajarla en un Estado federal, en el que tengan cabida las diferentes naciones, que ya es de hecho, pero que parece que da miedo pronunciar estas palabras. La diversidad no es sinónimo de falta de unidad. Todo lo contrario, nos hace más grandes, y sobre todo más tolerantes. Falta diálogo, por ambas partes, y falta voluntad de arreglar una situación que no beneficia a nadie. Pero, tal vez, lo único que falten sean políticos.
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