Vuelta a la cotidianeidad

10/01/17 +Jerez Antonio Aguayo
Transcurridos unos días después de la fiesta de los Reyes Magos, la última de las navidades, y tratando de reponernos lentamente de los excesos cometidos, creo que sería buenos que dedicáramos unos minutos a reflexionar y cuestionarnos, si fuese necesario, del cómo y el por qué de los referidos excesos.

No creo descubrir nada si menciono el hecho de que las fiestas conocidas como Navidad, sustituyen a otras muy anteriores, que coincidían con el solsticio de invierno, y que en Roma eran denominadas Saturnalia, en las cuales tenían lugar grandes banquetes, donde se intercambiaban regalos, y en las cuales, durante esos días, todo estaba permitido. Era, de alguna manera, una válvula de escape para la moral del pueblo. Es evidente que la Iglesia cristiana, al no poder luchar contra una costumbre profundamente arraigada y deseada por la población, dadas sus especiales características de libertad y tolerancia, se sumó a ella cristianizándola, dotándola de un carácter, de un sentido que originariamente no tenían, al igual que sucede con el solsticio de verano, que el cristianismo hace coincidir con la fiesta de San Juan. En este caso, el de la fiesta navideña, es Jesús, el hijo de Dios, el que nace. Este nacimiento, acontecimiento festivo por excelencia, viene acompañado de un auténtico baño de sangre, sacrificando a todos los niños judíos de menos de dos años. Parece que la sangre fuera absolutamente necesaria para la religión cristiana, a fin de hacer la historia más creíble. ¿No bastaba con que naciera un niño, y a ser posible que fuera fruto del amor de dos jóvenes padres?

Se nos ha hecho creer que estas fiestas son de amor, amistad, buena voluntad y demás tópicos, tan queridos por algunos de cara a condicionar y manipular nuestra voluntad y nuestra conducta. Se habla del “Espíritu de la Navidad”. Tengo que reconocer que nunca he entendido dicho espíritu. Me pasa lo mismo que con el día de los enamorados. ¿Hace falta un día? Si estás enamorado lo estás todos los días. Centrar el amor en un día me parece una de las cosas más absurdas que existen, aunque no para el comercio. Pues con el “Espíritu de la Navidad” me pasa igual. No lo entiendo. Hay que ser buena persona unos días. El resto puedes seguir siendo un malvado, un sinvergüenza, un explotador. Nos quieren convencer de la bondad y la realidad de dicho Espíritu a base de toda una serie de películas ñoñas, simples, previsibles y normalmente de muy bajo coste, en la que un ser malo, malísimo, por obra y gracia de la Navidad, se convierte en alguien absolutamente adorable, merecedor de todo nuestro amor y admiración. Sin comentarios.

La última de las fiestas es la de los Reyes Magos, de los que lo único que sabemos es que no eran reyes, tan sólo se nos dice es que vinieron de oriente unos magos, cuyo número tampoco conocemos, aunque posteriormente se dejó reducido a tres, en base al carácter simbólico de este número, a traerle presentes al niño dios. Con posterioridad, ya en la edad Media, la institución monárquica convirtió a estos magos en reyes. Todo sea por la monarquía. Aunque yo, sinceramente, he de reconocer que es el único día que me hace ilusión regalar y recibir regalos. Despertar a mi familia temprano y decirles: Han pasado los Reyes Magos. Recuerdos de la niñez y pequeñas contradicciones de un republicano confeso.

En base a todo esto, nos reunimos las familias, y comemos y bebemos en exceso. Discutimos en exceso, gastamos en exceso, y todo lo hacemos en exceso. Es maravilloso cometer excesos. Pero estos son los excesos permitidos y consentidos. Primero por la Iglesia, que ha de sentirse protagonista de unas fiestas que poco o nada tienen de religiosas, como no lo tuvieron en su origen, y después, y esto es lo fundamental, por el sistema consumista que nos aboca a unos gastos y dispendios a veces superiores a nuestras posibilidades.

Estos excesos serían maravillosos si se cometieran compartiéndolos con las personas que amas, que quieres, familia, amigos. Pero al haberse institucionalizado de tal manera, se hacen por obligación, por razones sociales, de empresa, de trabajo, de moda. En definitiva, traicionando ese presunto espíritu de la navidad del que tanto nos hablan, y en el que forzosamente nos quieren hacer creer. Estos excesos son, a veces, tan violentos, que muchas personas, tras este paréntesis navideño, ansían ardientemente, volver a la cotidianeidad.
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