Merengue, merengue

He de confesar que me producen la misma sensación que, de pequeño, me producían algunos pasteles de merengue. Dulzones y empalagosos me hacían difícil pasar del segundo bocado. Son la reminiscencia de unas modas radiofónicas y oratorias que se extinguieron hace ya años pero que, por lo visto, en algunos lugares quedaron ancoradas y ahí siguen como minoría testimonial. Melosos, melifluos y pegajosos como aquellos pasteles, son algunos discursos  de unos parlanchines, oradores de tres al cuarto y voceros de todo lo que se les ponga por delante. Deben de haber estudiado en alguna antigua escuela de repostería porque donde, desde luego, no deben haberlo hecho es en una escuela en la que enseñasen a construir un discurso (“Reflexión, raciocinio sobre algunos antecedentes o principios” dice una de las definiciones de la RAE) que, además de forma, tenga fondo y discurra con coherencia. Más de una vez me he visto obligado a “desconectar” para que el pastel no se me indigestara. Oratoria, comunicación y expresión verbal tendrían que haber estudiado estos señores y, posiblemente Historia, para saber que estamos en el siglo XXI. Pero prefieren gastar su tiempo enroscando las frases. Y pegados como lapas a la última roca de la playa apoyarse unos a otros en una maniobra que no consigue poner a cubierto alguna que otra incapacidad. Ponen andamios a la naftalina. Y se produce el mismo fenómeno de aquella vecina mía de la infancia que cuando salía de un sermón en la iglesia comentaba: “que bien ha hablado el predicador aunque no me he enterado de nada de lo que ha dicho”, Merengue, merengue, muy endulzado para dejar el paladar  hecho cisco. No nos queda sino aguantar la perorata hasta que caigan del guindo. Supuestos comunicadores que han quedado anacrónicos.  Pero ahí están defendiendo la plaza y ofreciendo a un público al que le vendría muy bien un bocata de jamón ibérico, un pastel de merengue empalagoso. Y mientras, la calidad y la claridad expresiva, soportando la intemperie.