Desde el tabanco miro hacia
la calle. Hoy ha refrescado un poco y me tomo mi copa de amontillado en una
mesa de la calle, sin huir de un día soleado. La gente discurre paseando ante
mis ojos. Desde aquí observo la realidad: los anónimos, los apresurados, determinada
tribu urbana que no nos quitamos de encima ni con agua caliente. Desde aquí
observo y escribo y, de vez en cuando escucho las conversaciones de Juan, el
tabanquero, con los parroquianos. La observación de la realidad produce
conocimientos estupendos sobre la condición humana. En estos días algunas
noticias me confirman lo fácil que es apropiarse de las ideas ajenas y
venderlas como propias. Y me trae a la mente una tribu urbana, difuminada en la
masa, que prospera sobre el trabajo o las ideas del resto. Los chupópteros. El
chupóptero vive parasitariamente, succionando, chupando siempre de otros y
beneficiándose de lo que otros producen. Es, por lo general, mediocre pero muy
redicho, aparente, de impecable presencia y no suele regañar con nadie. Maneja
bien los tiempos y las distancias. Sin embargo, vive, en su indolencia, de la
sangre de sus semejantes. Se trata de una especie de vampiro que, al no
producir nada, se beneficia de la producción ajena, la recicla, la aprovecha y
la vende como cosecha propia. Sobreviven en todas las latitudes. Se desarrollan
tanto en los ambientes universitarios, en los creativos, como en otros espacios
laborales, desde los más altos hasta los más sencillos. Son fáciles de
distinguir porque su labia es excepcional y convincente para oídos ingenuos.
Son especialistas en cubrir sus vergüenzas y, aparentemente, lo hacen con
eficacia, por lo que huyen del campo abierto del debate y viven maquinando por
las esquinas. Pasean maquillados y se instalan sin pudor en los disfraces. Una
especie digna de estudiar por los especialistas que con pasión se dedican al
estudio del mosquito, y que también nos traen de cabeza este verano. Aunque hay
que convenir en que el insecticida hace milagros y nos ayuda a sobrellevar tan
molesta carga.