La envidia cochina

28/09/16 +Jerez Juan Félix Bellido
Las horas corren lentas en esta mesa sombreada del tabanco y me entretengo al noble ejercicio de pensar. Y viendo pasar a la gente, cavilo en las relaciones teatrales que hemos montado y en este patio de vecinos en el que nos hemos instalados, y recurro a la Historia, porque no hay nada nuevo bajo el sol. No me refiero a ayer, ni siquiera a antes de ayer, estoy remontando mi pensamiento a hace más de nueve siglos, y ha llovido bastante desde entonces, pero la condición necia de los hombres sigue siendo, al parecer la misma, y hay características que se conservan y perduran a pesar de los tiempos. Que seguimos jugando al escondite y al engañabobos, por duro que nos parezca reconocerlo. Tiempo de titubeos en el que llevamos la vida a trompicones y la ahogamos en cuatro chuminadas. Resultado: chupamos sangre hoy para engordar, sin darnos cuenta que construimos anemias para el mañana. Un mañana que llegará inexorable y estaremos tarados de flaquezas. Lo malo es que, desgraciadamente, calla el sabio –no sé si porque se ha quedado afónico, porque tiene miedo, porque se le han dormido las neuronas o, posiblemente, porque vende menos – y habla el estúpido de turno. Y, además, lo escuchamos. Ensalzamos al necio y al mediocre que nos da menos quebraderos de cabeza y aupamos al altar a los que no nos turban las conciencias. Compramos ignorancia y ahorramos en gimnasio para nuestra materia gris, no sea que adquiera buenos músculos y nos amargue la vida haciéndonos pensar. Así que hemos encargado a otros la tarea de pensar por nosotros, así podemos dedicarnos a lo ficticio. Y así nos va la vida. Cuando surge alguien que se eleva por encima de la mayoría, abre nuevos caminos, sugiere metas, destaca en algún arte o no se conforma con la mediocridad, aplicamos la ley de la envidia cochina. Y no reparamos en gastos para apalear, degradar, deprimir, echar al suelo… y quedarnos tranquilo en nuestra talla media.           Por eso en estos días, me he vuelto hacia Ibn Hamz de Córdoba, uno de aquellos grandes andaluces que vivieron las últimas luces del Califato cordobés –y hablo del siglo XI-, donde ya cocían habas; parecidas habas a las que cuecen hoy. Y me ha sorprendido un texto, por lo demás de una lucidez impresionante, donde describe el estado de la cuestión. Disculpen mi atrevimiento, pero no he podido vencer la tentación de copiar su escrito al pie de la letra. Ahí va el texto de aquel paisano cordobés que murió en el año 1063 pero que si hoy levantara la cabeza, escribiría lo mismo. Díganmelo ustedes si no tengo razón. “Esto es particularmente verdad en España. Sus habitantes sienten envidia por el sabio que entre ellos surge y alcanza maestría en su arte; tienen en poco lo mucho que pueda hacer, rebajan sus aciertos y se ensañan, en cambio, con sus caídas y tropiezos, sobre todo mientras vive, y con doble animosidad que en cualquier otro país. Si acierta, dicen: “Es un audaz ladrón y un plagiario desvergonzado”. Si es una medianía, sentencian: “Es una nadería insípida y una mediocridad insignificante”. Si madruga en apoderarse del trofeo de la carrera, preguntan: “¿De dónde ha salido éste, dónde aprendió y cuándo ha estudiado…? Si la suerte le lleva por el camino de descollar claramente sobre sus émulos, o le hace abrirse una senda que no es la que ellos frecuentan, entonces se le declara la guerra al desgraciado, convertido en pasto de murmuraciones, cebo de calumnias, imán de censuras, presa de lenguas y blanco de ataques contra su honor. Le atribuirán lo que no ha dicho, le colgarán lo que no ha hecho, le imputarán lo que no ha proferido ni ha creído su corazón. Aunque sea hombre señalado y campeón de su ciencia, caso de no tener con el poder público relaciones que le procuren la dicha de salir indemne de los peligros y escapar de las desgracias, si se le ocurre escribir un libro, lo calumniarán, difamarán, contradirán y vejarán. Exagerarán y abultarán sus errores ligeros; censurarán hasta su más insignificante tropiezo; le negarán sus aciertos, callarán sus méritos y le apostrofarán e increparán por sus descuidos, con lo cual sentirá decaer su energía, desalentarse su alma y enfriarse su entusiasmo. Tal es, entre nosotros, la suerte del que se pone a componer un poema o a escribir un tratado: no se zafará de estas redes ni se verá libre de tales calamidades, a no ser que se marche o huya o que recorra su camino sin detenerse y de un solo golpe”. ¿Es o no es así? Corregir es de sabios.
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