Un siglo de vida

11/09/16 +Jerez Juan Ignacio López

¿A qué edad llegaremos? ¿viviremos para conocer a nuestros nietos, si es que llegamos a tenerlos? Es un enigma que sólo el tiempo es capaz de descifrar. 

A día de hoy son 215.775 las personas empadronadas en nuestra ciudad. De ellas, 105.635 son hombres y 110.140, mujeres. Entre estas cifras, según la pirámide de población facilitada por la Oficina de Atención a la Ciudadanía, perteneciente al ayuntamiento, Jerez cuenta actualmente con 36 personas mayores de 100 años. Somos conscientes del aumento de la esperanza de vida, aunque el dato no deja de asombrar. Una mujer de 107 años encabeza el ranking, seguida de otras tres personas de 105 años, una de 104, dos de 103, seis de 102, diez de 101 y trece de 100 años de edad. 

Tomamos como ejemplo a alguien que se ha convertido recientemente en una jerezana centenaria. 
No resulta fácil hablar poco sobre una persona que tiene tantas historias a sus espaldas. De una manera abiertamente parcial, por motivos obvios, trataré de reflejar una pequeña semblanza con motivo de sus primeros cien años de existencia.

Su nombre es Angustias, y nació en la calle Justicia, en una finca que abarcaba fábrica de carros y la vivienda familiar. Fue un 16 de agosto, en 1916. Angustias vino al mundo, siendo la primera de una familia de tres hijos. A muy corta edad se quedó huérfana de madre. Esto marcó profundamente a una niña que tuvo que asumir el rol de madre para criar a sus hermanos Rosa y Pepe, lo que la privó de la posibilidad de vivir y recibir las atenciones necesarias propias de sus pocos años.  Pese a todo, a los condicionantes y repercusiones que entrañaba ser una hermana-madre, salió adelante. Según me ha contado alguna vez, no llegó a recibir una herencia familiar que le hubiera correspondido. Sabe Dios…

Corría la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo pasado, cuando Angustias, ya toda una mocita, conoció a un simpático joven natural de Bornos, que vino a trabajar a Jerez. Al llegar el golpe de estado del 36, y con ello el estallido de una guerra fratricida, quedó embarazada de una niña, mi madre, que este 16 de agosto le ha soplado las velas desde el cielo.



A partir de ahí, llegaron los años difíciles. Se fueron a vivir a una casa de vecinos de la calle Oropesa, en el número once. Entre dos humildes habitaciones, una covacha y un espíritu incansable, trajo al mundo y crió a cinco hijos. Las estrecheces se instalaron en la familia una temporada, pero la guerra acabó, llegó la dictadura, y cuarenta años después, la democracia que suma cuarenta años más. Un largo viaje a través del tiempo, marcado en la expresión, hoy más inocente que nunca, en la cara de quien ha cumplido un siglo de existencia. 


Los problemas han formado parte de su vida. Ha tenido que lidiar con episodios muy duros, como perder a dos hijos siendo bebés, un hermano, un nieto, a su marido y hasta a su primogénita. Este mismo verano ha perdido a su hermana, aunque no es consciente de ello. Mejor así.

Si tuviera que definir uno de sus rasgos más admirables es la constante preocupación por los demás, por el bienestar de los suyos. Tal vez la difícil o ausente infancia, la guerra y los momentos de necesidad forjaron en ella a una persona temerosa de que las dificultades, esas que llegó a sentir en el plato y en las tripas, pudieran volver.
“Nene ¿te has quedado con hambre? ¿te has quedado hartito?” me ha dicho cada vez que me ha puesto de comer. “La comida es lo más importante, hijo” me ha recalcado en incontables ocasiones. Eso, o rellenarme el plato aprovechando que giraba la cabeza, por ejemplo, para coger pan o servirme agua en el vaso. Siempre mirando por los demás.

Como no podía ser de otra forma la he felicitado, tomando sus manos y mirándola fijamente a los ojos. Ella, con una sonrisa picarona e inocente a veces, con semblante serio y perdido otras. El día de su cumpleaños nos reunimos hijos, sobrinos, nietos y bisnietos, maravillados de asistir a su 100 cumpleaños. No sé si ha tenido muy claro todo el festín. Probablemente nos conoce, a ratos, o sencillamente nuestros rostros y gestos le resultan familiares. Habla poco, oye menos aún, pero ve y me mira. Siempre pendiente. Busca entre sus recuerdos, donde la accesibilidad ya es difícil pero no imposible. En esos instantes de lucidez, en los que una vez más hace gala de su centenaria fortaleza, me regala un “¡qué te quiero!”. Y es entonces cuando me desarma. A pesar de ello, le respondo. Lo hago tratando de dibujar con mis labios ante su mirada, creyendo que me podrá oír más claro mientras hablo lentamente. Mis palabras las reservo para ella, aunque son fáciles de imaginar. 

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