Domingueros y tragaldabas

06/07/16 +Jerez Juan Ignacio López

El fuerte calor propio de la fecha en que nos encontramos da el pistoletazo de salida, cada fin de semana, a la letanía de todos los años. Las carreteras que nos conducen a la costa se convierten en el principio de la cuenta atrás para meter (primero las pantorrillas y luego el resto con algo de parsimonia) nuestras carnes en agua del litoral.
Pero el hecho de ir a la playa, especialmente en domingo, tiene unas connotaciones dignas de observación y estudio. Empezando por el ambiente organizativo que rige el despertar, el desayuno y la prisa que hay que darse para que pueda cumplirse el plan establecido: salir pronto. Un propósito que no siempre se cumple, provocando algún que otro desacuerdo entre los miembros de la comitiva, desde el más mocoso a la persona más veterana de la expedición.

La organización, insisto, es esencial para ser un buen dominguero. Una vez dispuestos los bolsos, cestas, mochilas, sombrillas, sillas, mesa y nevera, llega un momento crucial: la carga. “¿Cómo meto yo todo esto?” es un pensamiento tan frecuente en tal situación como la discusión sobre qué emisora o música se escucha en el trayecto.


El navegador mental nos dice que debemos parar a echarle “caldo” al coche, maniobra esta que concentra las previsibles colas en los surtidores. “Y ya que estamos –apunta una voz- habrá que comprar hielo, que si no vamos a beber caldo de puchero”. A la sugerencia refrescante se suma la de “y coge la oferta de 2 barras 1 euro, para los bocadillos”. No hemos llegado al sitio y ya estamos pensando en comer. La comida y el picoteo marcan el orden del día: madrugar para cocinar, preparar para llevar y, en vuelta de 3-4 horas, como mucho, no dejar ni una miga. Somos así. No entenderíamos un domingo de playa sin semejante parafernalia.

La tortilla de papas, los pimientos fritos o los filetes empanados mantienen, pese a las nuevas alternativas, el liderazgo del menú dominguero. Imprescindible la nevera bien cargada de bebidas y hielo suficiente como para aguantar bajo la sombrilla. La lata o cartucho de aceitunas acompañan el ir y venir, además de un paquete de patatas fritas. Los más precavidos, encajan en ‘el fresquito’ una buena fiambrera de picadillo con caballa, atún o melva canutera, y su toque esencial de Vinagre de Jerez.

A la logística alimenticia y dominguera, a este ejercicio de auténticos tragaldabas, en las últimas décadas se ha sumado un invento sencillo, al que casi nadie se resiste: la ensalada de pasta. Su preparación requiere pasos tan fáciles como poco tiempo a emplear. Admite prácticamente de todo, pocos le hacen ascos, cunde y apetece fresquita. Por si fuera poco, es susceptible del clásico “cucharón y paso atrás”.

Para finalizar la ingesta, baño va, remojón viene, un puñado de picotas, una tajada de melón o de sandía. Y con suerte, un sueñecillo bajo la sombrilla.

Tras el almuerzo, llegan “las horas tontas” de la sobremesa, que en este caso es sobre arena. La opción de dormir es una lotería, la de pasear se hace cuesta arriba con la tripa llena y la de tomar el sol es para valientes. En el entramado, el sonido de una fuerte patada a un balón y el grito de uno que dice “¡quilloooooo!”.

No ha pasado una hora desde que engullimos el último bocado y alguien se ha hecho con ¡un paquete de pipas! Se ha abierto la veda. La merienda ya está ahí. Vuelta a la retahíla: bolso de la comida, y a engullir “que la playa da mucho hambre”.

Las horas pasan y se avecina el regreso a casa, como describía aquella canción de ‘Los Borrachos’ que retrataba fielmente la estampa de la vuelta dominguera:


Ya volvemos, de la playa,
mi mujé está muy morena,
y yo estoy, agobiao,
con el culo lleno arena”

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