Hace unos meses, cuando se dio a conocer la restauración del Castillo de
Matrera escribí un pequeño artículo en el que apoyaba y reivindicaba la
restauración de dicho castillo, calificada por algunos como una auténtica
aberración, que traicionaba totalmente el espíritu, estilo y mérito de dicha
obra.
Ya en aquel momento me pareció que el arquitecto, Carlos Quevedo, había
llevado a cabo una magnífica restauración, en el sentido estricto de la
palabra, de lo que es y debe ser una restauración, que no una reconstrucción.
Hoy varios meses después, leo en la prensa que dicha restauración ha obtenido
un premio más, en este caso el premio Nacional de Arquitectura de Estados
Unidos, que suma a otros con los que ha sido galardonado.
La verdad es que nunca he llegado a entender el por qué de la polémica
surgida en torno a esta restauración, si se entiende, eso sí, el concepto de
restauración, que no es el de reconstrucción. El restaurador, bien se trate de
un edificio, un cuadro, o cualquier tipo de obra de arte, no ha de pretender en
ningún caso, tratar de engañar al espectador, haciéndole creer una ficción,
como si la obra primitiva hubiera cobrado, de nuevo, la apariencia que tuvo
originariamente. Nada más estaría más lejos de la buena praxis del restaurador
que si el espectador no supiera distinguir la obra primitiva de la nueva. Hay
que diferenciar lo uno de lo otro. Hay que marcar las diferencias.
Hace años que las teorías historicistas de la restauración dejaron de
tener vigencia, y aún hoy nos lamentamos de que algunas de las intervenciones
en monumentos, tanto civiles como religiosos no puedan ser reversibles, cosa
que a la que se ha de tender siempre, cuando de restauración estamos tratando.
Las diferentes Cartas de Restauro, desde
la de Atenas, en el ya lejano 1931, hasta las de Bolonia o Roma, hacen hincapié
en el hecho de que no se debe confundir la restauración con la reconstrucción.
Se debe de preservar lo que hay, y consolidarlo, pero la restauración ha de
tener unas características muy especiales, alejada de la idea de volver a las
formas primitivas.
Hoy día asistimos, un poco asombrados, cuando vistamos ciertos
monumentos, que no sabemos, no podemos distinguir lo nuevo de lo antiguo, o lo
que es aún más grave, cuando el arquitecto restaurador ha asumido la tarea de
imaginar como debería haber sido el monumento en cuestión en sus orígenes,
eliminando añadidos que han ido conformando el monumento a lo largo de la
historia.
Un monumento, una arquitectura, es un organismo vivo, que nace, crece y
se desarrolla. El tiempo, las diferentes culturas, van marcando el desarrollo
de la forma, la apariencia de la edificación. Si un templo, pongamos como
ejemplo, se erige en estilo gótico, lo que no podemos hacer es eliminar todos
los aditamentos que no sean de esa época. ¿Eliminaremos los retablos barrocos,
o las capillas renacentistas? Es obvio que a nadie que esté, actualmente en su
sano juicio, se le ocurriría semejante aberración, cosa que se ha hecho, y en
demasía, con harta frecuencia en muchos de nuestros templos, eliminando así, el
paso de las diferentes culturas. Hay en la mente de todos y todas suficientes ejemplos
para ahondar en ellos.
Si se conserva y se consolida lo que hay, como es obvio que el edificio,
caso del Castillo de Matrera, no ha de conservar su función defensiva, lo
lógico es dotarlo de otra apariencia, otra función, otra estética, más acorde a
los tiempos en que se desarrolla esta intervención, el siglo XXI. Si se hace
correctamente, con auténtica intención restauradora, es cuando esta
restauración, puede y debe entrar en la categoría de Arte.
Ojalá a la hora de restaurar tantos y tantos edificios que lo precisan,
se acometiera con unos criterios tan claros, tan definidos, tan actuales, y
desde luego, tan estéticos. Enhorabuena.